En cuanto la ví entrar comprendí que aquella vez no podría escapar. Había estado evitándola desde el momento en que la conocí. Había inventado mil pretextos para no tener que quedarme a solas con ella, nisiquiera había consentido quedarme con los demás estudiantes, si el grupo era reducido y estaba ella cerca. Hacía tiempo que no frecuentaba los mismos bares adonde solían acudir los estudiantes después de las clases, pues presentía, sospechaba, sabía que ella merodearía también por allí y acabaría por encontrarme y acercarse a mi. Y después de una cerveza, otra, y luego otra, y quizá otra más. Barcelona vibraba en primavera y los locales de moda nos llamarían cual sirenas a los hombres de Ulisses... Y todo el mundo sabe lo que ocurre tras la quinta, la sexta... Un taxi compartido. La casa de ella viene de paso. No habría habido escapatoria. Tampoco había mástil al que amarrarse para no lanzarse tras la sirena de carne y hueso.
Sí, aquella vez era distinto. Todo era distinto. Creería que el destino me había tendido una trampa si creyera en el destino. Pero sólo creía en el libre albedrío, y en que los sueños a veces- sólo a veces - huían de morir entre las sábanas tras unas cuantas horas de sueño, para quizá acabar de nuevo entre las sábanas pero muy vivos, tras unas cuantas horas de...
Sí, había estado soñando con ella. Había soñado con ella prácticamente todas las noches desde que el rector me encomendó la sustitución del profesor que debía evaluar a los alumnos de primero. Evaluación individual, examen oral... En fin. Y ahora por fin estábamos frente a frente, en aquella aula inmensa y desierta. Solos los dos.
Ella llegó apresurada, era obvio que había vuelto a dormir más de la cuenta y había tenido que correr para llegar puntual a la cita. No lo había hecho. Llegó casi diez minutos tarde. Se disculpó tímidamentee, con un "lo siento" casi inaudible. Poco imaginaba que yo también acababa de llegar; había tenido uno de aquellos sueños de nuevo... Se sentó en una silla frente a mi, a menos de medio metro de distancia. Al sentarse, la minúscula minifalda de cuadros escoceses se arrugó lo suficiente como para dejar entrever un poco de esa piel de alabastro de su muslo. Ella la arregló distraidamente y cruzó las piernas; la falda volvió a arrugarse, y su muslo volvió a asomar... No llevaba medias, sólo calcetines hasta las rodillas. Me pregunté si aquella apariencia de colegiala era casualidad. No, no lo creía. Tampoco me pareció que fuera casualidad que llevara aquella camiseta tan ajustada. Tan ajustada que sus pezones se dibujaban perfectamente bajo el fino algodón; probablemente el aire acondicionado era el responsable de aquel fenómeno inesperado, pues afuera hacía bastante calor.
Me levanté instintivamente, quería apagar el maldito aire acondicionado. Después de un par de preguntas comprendí que la visión de aquellos pechos no iba jamás a desaparecer de mi mente si no hacía algo inmediatamente para evitarlo. Aquello era intolerable. Prefería el calor ambiental a aquella tortura que era aún más tórrida y mucho más peligrosa. Así que apagué el aire acondicionado y regresé junto a mi silla, procurando no levantar la mirada del suelo para no tener que enfrentarme a aquella visión - esas largas piernas que nerviosamente se entrecuzaban, desentrecruzaban, se volvían a entrecruzar, los hombros semidesnudos, la cabeza inclinada - que podía dejarme sin aliento y sin trabajo al mismo tiempo.
¿Y qué fue lo que hice cuando llegué junto a ella? Posé primero delicadamente mi mano sobre su nuca. Sentí un pequeño estremecimiento de su cuello, casi imperceptible. Ella no parecía muy sorprendida, nada molesta. Entonces me abalancé sobre ella y nos besamos, nos fundimos en un beso que se me antojó eterno y fugaz al mismo tiempo. La empujé sobre mi mesa. Ella quedó tendida sobre un montón de hojas desordenadas, despedazadas, hechas girones: los exámenes de sus compañeros. Sus compañeros ya no nos importaban, ni sus exámenes, ni el rector, ni el claustro ni el estúpido reglamento. A mi sólo me preocupaba cómo arrancarle la camiseta y liberar esos pequeños pechos de pezones sonrosados. Sólo me preocupaba recorrerlos una y otra vez con mi lengua, hora en círculos, hora en lametones. Ella comenzó a gemir. Probé a mordisquearlos: ella gimió aún más fuerte. Bajó su mano hasta la cremallera de mi pantalón y la desabrochó de un solo tirón. Mi mano bajó hasta su rodilla primero, para luego ir subiendo, lenta, muy lentamente... Ahora agradecí de veras que su falda fuera tan mínima. Llevaba un tanga rosa también mínimo. Nisiquiera me molesté en sacárselo. Simplemente lo retiré un poco con una mano, mientras mi otra mano seguía firmemente sujeta a su pecho. Nos besábamos apasionadamente aún, ella frotaba su mano contra mi bragueta. Mi dedo se deslizó dentro de ella. Luego otro dedo siguió el mismo camino. Fué mi fácil; ella estaba muy húmeda. Quise meter un tercer dedo pero ella me lo impidió. De repente dejó de besarme y me agarró del pelo. Me obligó a bajar mi cabeza más y más hasta que mi nariz tropezó con un pliegue de su falda. Entendí lo que quería. Mi lengua sustituyó a mis dedos. Sus gemidos fueron en aumento, hasta que se convirtieron en alaridos de placer. Un último grito entrecortado, especialemente agudo, me dejó saber que ella había por fin alcanzado su orgasmo. Me sentí inmensamente feliz y orgulloso a la vez, y ya casi creía sentir el mio propio, pues sabía que ahora era mi turno. Esperaba, ansiaba mi recompensa. La así por un brazo para darle la vuelta y... Pero ella me rechazó firmemente, saltó de la mesa, se arregló a toda prisa la ropa, salió a todo correr del aula sin decir una sola palabra y me dejó tirado sobre la mesa. Ahora mi nariz tropezó con un pedazo de papel. Los exámenes hechos añicos se me clavaban en las costillas, me arañaban la cara.
A la deriva entre lo excitante, lo original, lo ligeramente pretencioso y lo moderadamente conservador.
Thursday, March 22, 2007
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